Albert Altés.
Jefe del Servicio de Hematologia del Hospital Sant Joan de Déu de Manresa.
Presidente de la Societat Catalana d’Hematologia
En poco más de 150 años, la medicina ha experimentado un salto cualitativo sin precedentes en la historia. Podemos fijar en cinco los hechos fundamentales que condujeron a esta transformación. Una nueva interpretación de la enfermedad que, con Rudolf Virchow, pasó de la teoría de los 4 humores a la patología celular; la demostración que los organismos vivos siempre provienen de otros organismos vivos y que muchas de las enfermedades están causadas por gérmenes, ambas aportaciones realizadas por el genio galo Louis Pasteur fundador de la microbiología; la invención de la primera vacuna por parte de Edward Jenner; la introducción de la asepsia y la antisepsia por Joseph Lister y el descubrimiento de los antibióticos por Alexander Fleming. La consecuencia de tales avances es que hoy, tal es nuestra confianza en la tecnología médica, que nos permitimos fantasear con un futuro donde la vida humana sería mucho más larga o en el que incluso se alcance la inmortalidad.
Si en algún terreno la especie humana ha ganado la batalla a la enfermedad es en el de las enfermedades infecciosas. Antaño fueron el azote de nuestros antepasados, con millones de muertes a sus espaldas. Sin embargo, nadie espera hoy morir como consecuencia de una infección. Asumimos que podemos morir de cáncer, de enfermedad cardiovascular, o de un accidente de automóvil, pero jamás de una gangrena o una neumonía. Disponemos de sistemas de diagnóstico rápido de los gérmenes causales y de tratamiento eficaz con antibióticos (aunque cada vez menos si no ponemos remedio). Sin embargo, dos pandemias separadas 30 años nos han advertido de que nuestra seguridad puede resultar un espejismo.
El VIH primero y el SARS CoV 2 después nos han demostrado que los virus siguen constituyendo una amenaza de primer orden. Especialmente los retrovirus basados en ARN, que utilizan para replicarse polimerasas poco eficientes que conllevan elevadas tasas de mutación y, como consecuencia, la aparición de cepas emergentes que complican la efectividad de las vacunas. Y así nos encontramos ahora, con un mundo revuelto (por no decir patas arriba) por un germen nanométrico que parece lejos de dejarnos en paz.
Vistos de cerca, los virus nos atemorizan. No ha existido nada tan mortífero en la historia de la humanidad, ni tan solo las guerras mundiales. En muchas epidemias, las muertes se han contado por cientos de millones. Y sin embargo yo sostengo en mi libro galardonado con el premio de ensayo Ricard Torrents “Som virus1” que estamos en deuda con estos minúsculos microorganismos. De hecho, no sólo les debemos la existencia, sino que estamos forjados en sustancia vírica.
Aproximadamente el 40% de nuestro ADN es de procedencia vírica, y un 9% está constituido por virus completos capaces de ser activados y devenir de nuevo infectivos. Estos datos son especialmente sorprendentes si tenemos en cuenta que todas las proteínas que nos constituyen como humanos están codificadas en el 3% de nuestro ADN. ¿Cómo llegaron estas secuencias víricas a invadir nuestro genoma? Los retrovirus suelen insertarse en el ADN cuando infectan nuestras células para reactivarse cuando precisan, llevándose consigo sus propios genes y alguno más arrancado de nuestras células. Su replicación imperfecta provoca cambios en todos esos genes, que a su vez esparcen al infectar nuevos individuos. Por todo ello, los virus además de ser los principales productores de nuevos genes, son perfectos vectores para diseminar todas esas novedades entre la población. Algunos de estos cambios genéticos llegan a afectar la línea celular germinal, pasando así de padres a hijos… hasta nosotros. El resultado, casi la mitad de todo nuestro genoma es vírico. Y menos mal que es así. Por poner sólo un ejemplo, uno de esos genes víricos permite a las mujeres disponer de un órgano fundamental para el embarazo, la placenta. Sin virus que infectaron a nuestros ancestros hace más de 80 millones de años no habríamos conseguido el salto evolutivo que supone tener descendencia sin necesidad de poner huevos. Estamos hechos de virus y los virus nos han hecho como somos.
Hoy en día, usamos virus como terapia. En la lucha contra el cáncer utilizamos oncovirus. Además empleamos una versión light del virus del SIDA para modificar nuestras células inmunitarias para que ataquen las células cancerosas. También se valora el uso de virus bacteriófagos como sustitutos de los antibióticos el día que éstos dejen de sernos útiles (por nuestra mala cabeza). Hace muchos años transformamos un depredador, el lobo, hasta el punto de emplearlo como protector de nuestros rebaños. Hoy en día usamos virus mortíferos para curarnos. No está mal.
Nos dicen los expertos que algún día integraremos en nuestro genoma al VIH y, por qué no, al SARS-CoV 2. Entonces seremos inmunes a éstos gérmenes y es posible que adquiramos nuevas capacidades que ellos nos presten. En esto consiste la evolución, en aprovechar las ventajas ofrecidas por nuestros antepasados para adaptarnos mejor. Y muchos de nuestros antepasados no fueron otra cosa que virus.
1.- Albert Altés. Som virus. Edición Catalana. Eumo editorial. Noviembre 2021. Premio Ricard Torrents de ensayo 2021