Usama Bilal Álvarez,
Drexel University, Philadelphia, USA
La enfermedad COVID-19, causada por el coronavirus SARS-CoV-2, ha demostrado una vez más que las enfermedades infecciosas siguen siendo un peligro muy importante para la salud de todas las poblaciones. Este fenómeno no es nuevo. Abdel Omran publicó un artículo en 1971 describiendo como las sociedades modernas habían tenido una transición desde un patrón de mortalidad vinculado a enfermedades infecciosas a uno dominado por enfermedades crónicas no transmisibles. Una década más tarde, el CDC describía los primeros casos de una misteriosa neumonía en jóvenes aparentemente sanos, en lo que acabo siendo el inicio de una epidemia de VIH. Esta misma enfermedad, junto con otras enfermedades olvidadas como la tuberculosis y la malaria, siguen siendo una parte importantísima de la carga de enfermedad en muchas partes del mundo. El COVID-19 nos ha recordado la importancia de seguir monitoreando la emergencia y evolución de las enfermedades infecciosas.
Con su impacto global, el COVID-19 parece habernos afectado a todos, pero esto dista mucho de ser verdad, con enormes desigualdades en su impacto en países ricos y con cada vez un mayor impacto en países de medianos o bajos ingresos. De hecho, América Latina, a pesar de tener una población mucho más joven que muchos países europeos, ha sufrido el mayor impacto global de la pandemia en términos de fallecidos. En este articulo no hablare sobre la desigualdad en los impactos de la pandemia, sino de la otra cara de la moneda: como la desigualdad continúa alimentando la extensión de esta pandemia. Lo hare a dos escalas: la escala más local, y una mucho más global.
El SARS-CoV-2 se transmite fundamentalmente de dos maneras: vía gotículas respiratorias en contactos estrechos, y vía aerosoles en lugares cerrados y mal ventilados. Sabemos que la ventilación o el uso (buen) de mascarillas en estas situaciones disminuyen las concentraciones de aerosoles enormemente. Consecuentemente, la transmisión es mucho más probable en situaciones donde la gente este aglomerada, en contacto estrecho o en lugares cerrados y mal ventilados, especialmente aquellos donde el uso de mascarilla no sea factible (o directamente no se use por otras razones). Uno de los lugares clave donde esto ocurre es en el interior de la hostelería. Pero más allá de estos negocios que han recibido gran parte de la atención durante la pandemia, tenemos tres situaciones más donde se dan estas condiciones de manera más aguda aun: prisiones, industria de preparación de alimentos (especialmente mataderos), y hogares en situación de hacinamiento.
Centrándonos en este ultimo factor, la proporción de hogares que viven en hacinamiento tiene un altísimo valor predictivo de las tasas de incidencia o mortalidad por COVID-19. El hacinamiento dificulta el aislamiento en caso de contactos estrechos, y aumenta la probabilidad de que ocurran contagios secundarios en el hogar. La política de vivienda tiene una enorme relevancia en cuanto a desahucios, como de asequible es la vivienda, y las regulaciones acerca de su calidad. Por tanto, las políticas de vivienda son un claro ejemplo de políticas de salud. Por otro lado, el hacinamiento y la pobreza van de la mano. En España, los hogares en el quintil inferior de ingresos tienen niveles de hacinamiento cinco veces mayores que aquellos en el quintil superior de ingresos. Esto no solo causa desigualdades en el impacto del COVID-19. También causa un aumento general de la incidencia, que dificulta el control para toda la población.
En definitiva, la desigualdad que conduce a que una parte de la población viva en estas situaciones de hacinamiento está contribuyendo a que sea más difícil controlar la pandemia. Esta situación es aún peor en otros países. Por ejemplo, existen enormes desigualdades en la cantidad de viviendas en situación de hacinamiento o con acceso a agua potable en los municipios que conforman la Ciudad de México. En estos entornos, donde los sistemas de protección social no son suficientes, cualquier medida que ayude a bajar la incidencia es clave. Y una (pero no la única!) de estas herramientas son las vacunas, muchas de las cuales han mostrado una altísima eficacia para prevenir casos graves, y en muchos casos la propia transmisión del virus. ¿Pero, quien esta recibiendo estas vacunas?
En un artículo publicado en la prestigiosa revista Science hace unos días, Wagner et al. utilizan un modelo muy completo que reproduce la transmisión del COVID-19 en dos hipotéticos países, uno con alta tasa vacunal y uno con baja tasa vacunal. El modelo conecta luego estos países mediante migración, y plantea dos escenarios: uno donde el país con alta tasa vacunal se “queda” con su reserva de vacunas, y otro donde la comparte con el otro país. El resultado es, para mi, bastante obvio, pero importante de enfatizar: la estrategia donde se comparten las vacunas resulta mucho mejor para todos. Por supuesto para el país que recibe esa ayuda los resultados son mucho mejores, pero también lo son para el país que comparte esas vacunas. Por un lado, se alivia la necesidad de realizar controles fronterizos, restricción a viajeros, y vigilancia genómica de nuevas variantes. Por otro lado, y relacionado con este último punto, se disminuye la probabilidad de emergencia de una nueva variante que pueda resultar más transmisible, severa, o, en el peor de los casos, que escape a la inmunidad vacunal. Todo lo anterior no nos debe hacer ignorar que, especialmente (pero no únicamente) en condiciones de mayor abundancia donde se están perdiendo dosis por caducidad, compartir estas vacunas represente la opción éticamente más aceptable. Incluso ignorando este argumento ético, el argumento utilitarista también da la razón a esta actitud.
En este articulo he resumido dos razones por las que la desigualdad social complica el control de la pandemia por COVID-19, tanto a nivel local como global. Estos no son los únicos ejemplos disponibles para el COVID-19. Por ejemplo, la adopción de nuevas medidas de protección social en EEUU como las bajas laborales pagadas o las moratorias a los desahucios han contribuido a disminuir la incidencia, y las residencias de ancianos con trabajadoras sindicadas tuvieron menor mortalidad. Pero el COVID-19 no es el único ejemplo. Como bien mencionábamos antes, el hacinamiento está fuertemente ligado a la transmisión de la tuberculosis. Y, yéndonos todavía a resultados en salud más genéricos, la relación entre mayor desigualdad en ingresos y menor esperanza de vida es bien conocida. En definitiva, la disminución de las desigualdades sociales debería de considerarse una estrategia de salud pública de primera línea, en vez de un objetivo utópico. Solo así alcanzaremos el derecho a la salud para todos.
Department of Epidemiology and Biostatistics & Urban Health Collaborative
Dornsife School of Public Health
Drexel University
Philadelphia, PA, USA