Andrés Moya
Instituto de Biología Integrativa de Sistemas, UV-CSIC
Fundación para el Fomento de la Investigación Sanitaria y Biomédica de la Comunitat Valencia (FISABIO-SP)
CIBER en Epidemiología y Salud Pública.
No se ha investigado sobre un virus tanto y en tan poco tiempo como se ha hecho con el SARS-CoV-2, el virus del COVID-19 (Enfermedad por coronavirus). Un caso previo notorio ha sido el VIH, el virus del SIDA (Síndrome de inmunodeficiencia adquirida). Ambos virus son diferentes en patogenicidad y forma de transmisión. El SARS-CoV-2 se transmite por vía respiratoria y el VIH por vía sanguínea, lo que le confiere al primero mayor velocidad de expansión en la población que al segundo. El VIH saltó al hospedador humano en algunas zonas de África y se extendió “sigilosamente” –es un eufemismo- por ese continente. Cuando llegó a Occidente, los EEUU en particular, muchos pacientes, homosexuales fundamentalmente, presentaban un cuadro clínico singular caracterizado por la notable pérdida de inmunidad. Entonces comenzó la investigación sistemática para la identificación del agente causal (el retrovirus VIH), la enfermedad provocada y la búsqueda de una vacuna. Así pues, llevamos décadas investigando al SIDA, lo que ha estado acompañada por toda suerte de tratamientos antirretrovirales, cada vez más eficientes, así como medidas profilácticas en salud pública. Las terapias basadas en antirretrovirales han dado buenos resultados, amén de otras medidas terapéuticas, no así las vacunas. Aunque la calidad de vida de los enfermos de SIDA está mermada, el tratamiento adecuado de la misma permite considerarla, a día de hoy, como una enfermedad crónica, pero no mortal. Por otro lado, el SARS-CoV-2, un virus de RNA, salta al hospedador humano en alguna zona de China y se expande como la pólvora en cuestión de meses por todo el Globo, acabando con la vida de muchos pacientes con delicado estado de salud previo e incluso con la de otros que, sin estar en tal situación, les ha afectado también dramáticamente la peculiar y mortífera respuesta inmune al virus, la conocida como tormenta de citoquinas.
HIV y SARS-CoV-2 son virus pandémicos, porque se han extendido por todo el planeta. En relación al virus del SIDA, si todos los países cumplen con determinadas medidas, se podría poner fin a la pandemia como amenaza para la salud pública para el 2030. ¿Qué podemos decir al respecto del COVID? No estamos en condiciones todavía de aventurar una fecha. Muchas naciones han puesto en marcha variadas medidas para evitar la propagación del virus y comprado vacunas efectivas que se están suministrando a sus respectivas ciudadanías. Una observación relevante: aunque las empresas farmacéuticas han fabricado en un tiempo record diferentes tipos de vacunas, conviene recordar la investigación y el desarrollo previos –hablamos de años- de algunas de ellas, en concreto las basadas en la biología sintética del RNA.
Para tener perspectiva sobre el éxito contra la pandemia del COVID-19, consideremos otros virus donde no va a ser tan fácil la erradicación de la enfermedad asociada. Es el caso de la gripe o influenza. La gripe también la causa un virus de RNA, provoca epidemias estacionales, así como pandemias más o menos graves. La última apareció en 2009 debido a la variante A(H1N1). ¿Disponemos de vacuna contra la gripe? Sí, pero es estacional. Las vacunas se fabrican cada año basándose en los genomas del virus del año anterior que, según las investigaciones, serán los más comunes el año próximo. Es muy recomendable vacunarse, especialmente la población más inmunodeprimida, para prevenir los efectos del virus, que pueden ser fatales. Ahora se está valorando si las vacunas contra el SARS-CoV-2 son suficientemente protectoras o vamos a necesitar algún tipo de refuerzo. Ya vemos lo que ocurre con el SIDA y con la gripe: o no se ha conseguido una vacuna eficiente o son estacionales, respectivamente.
La estructura molecular de los tres virus, sus tasas de replicación y virulencia en el hospedador humano y de transmisión entres hospedadores son distintas. Por otro lado, la capacidad para desarrollar nuevas variantes más virulentas, más transmisibles, o ambas cosas a la vez, que las que ya circulan, también son diferentes entre ellos. La relación entre virulencia –entendida como la tasa de mortalidad inducida por el patógeno- y la transmisión del mismo se conoce desde hace varias décadas como teoría de la compensación. Según ella, el costo de aumentar la replicación del virus dentro del hospedador daría como resultado una desaceleración en la tasa de transmisión porque el aumento de la tasa de replicación del virus dentro del hospedador aumentaría la tasa de mortalidad del mismo, lo que finalmente se traduciría en un período infeccioso más corto en la población. Por lo tanto, la transmisión general debería ser máxima en niveles intermedios de virulencia, equilibrando los costos de la replicación dentro del hospedador y la duración del período infeccioso. La teoría de la compensación de la virulencia requiere la competencia entre cepas del virus con diversos grados de virulencia para el hospedador. Por otro lado, si las tasas de transmisión y recuperación –la de un hospedador infectado- están vinculadas con la virulencia, la teoría predice un aumento en la tasa de transmisión con el aumento de la virulencia, hasta que se llega a un punto óptimo, como se acaba de indicar, después del cual el costo de aumentar la virulencia es demasiado alto y hace que la tasa de transmisión entre en desaceleración. No obstante, no existe todavía suficiente evidencia empírica en estudios llevados a cabo con diferentes patógenos que den soporte de forma concluyente a esta teoría tan general y abstracta sobre la existencia de un óptimo entre ambas tasas. Huelga decir que un objetivo fundamental en la lucha contra la pandemia es situar el número reproductivo (que está asociado a la transmisión y la virulencia del virus, entre otros factores) por debajo de 1, tanto antes como cuando el virus llegue al óptimo entre transmisión y virulencia, según la teoría de la compensación.
En el caso del SARS-CoV-2, en efecto, se han detectado variantes que se van imponiendo por su mayor tasa de transmisión y ahora mismo ya conocemos la imposición de la variante delta. También sabemos que las tasas son mayores que en otros virus respiratorios, como el de la gripe. Por otro lado, el periodo de contagio es relativamente alto y la tasa de virulencia es relativamente baja en el conjunto de la población mundial hasta el momento. Estas observaciones son muy pertinentes porque parecen poner de manifiesto que el virus tiene una virulencia efectiva por debajo de la mortalidad que finalmente pudiera provocar (virulencia real). El asunto clave está en la transmisión entre asintomáticos o infectados que no han desarrollado la enfermedad. El virus provoca efectos muy serios en determinados grupos de población, pero la mortalidad que provoca no compromete su transmisión, porque el virus ya se ha transmitido antes de llegar los pacientes a tal estado, si es que llegan. En otras palabras, la virulencia efectiva del virus está por debajo de la real. Mirado bajo la óptica de la teoría de la compensación, lo que tenemos es un virus que todavía tiene cancha, ante una virulencia efectiva más bien baja, para poder incrementar no solo su virulencia sino también su transmisión. Dicho de otra forma: no podemos excluir que todavía puedan aparecer nuevas variantes más transmisibles o más virulentas que la variante delta, pues todavía no se ha llegado al óptimo entre transmisión y virulencia. En todo caso son muchas las medidas que se han tomado y se pueden tomar para reducir el número reproductivo. El problema serio, y mucho, con el virus SARS-CoV-2, ha sido -y es, según países-, el de la imposibilidad de hacer frente sanitario a una explosión de infecciones que colapsaba hospitales y UCIs. Los sistemas de salud son bien distintos entre países y ese hacer frente con éxito ha sido muy diferencial entre ellos, por desgracia para muchos.
Pero sigamos con la toma de perspectiva. En aras de la verdad, no obstante, conviene recordar que otros patógenos, como los de la malaria o la tuberculosis, continúan haciendo grandes estragos sobre la humanidad y que también son objeto de investigación sistemática, con renovados o nuevos tratamientos farmacológicos, antibióticos o de vacunas y la puesta en marcha de medidas de salud pública orientadas a controlar los vectores de transmisión, si es el caso, o minimizar las vías de contagio. El patógeno de la tuberculosis es la bacteria Mycobacterium tuberculosis y el de la malaria un protozoo, Plasmodium falciparum; no se trata de virus. Esta reflexión la considero muy pertinente porque hemos de ser conscientes de a qué nos estamos enfrentando cuando hablamos de la investigación y lucha contra patógenos infecciosos. Cada uno es un mundo más allá de muchos aspectos comunes que comparten y que deben ser objeto de investigación claramente mutidisciplinar e integrativa.