Pilar Galicia.
Residente de 4º Curso de Medicina de Familia.
Centro de Salud Buenos Aires / Hospital Infanta Leonor. Madrid.
Ante la pregunta de cómo ha cambiado mi vida –y mi formación como residente de último año de Medicina de Familia- en este 2020, la verdad es que no sé muy bien qué contestar. Imagino que no es un sentimiento exclusivo el llevar marcada en la piel una pandemia como esta. Una cicatriz que nos va a acompañar a todos el resto de nuestra vida.
Durante los meses de la pandemia estuve trabajando en las urgencias de un hospital colapsado y en un centro de salud de barrio, atendiendo sobre todo pacientes COVID. Los primeros días de marzo, cuando apenas teníamos información (¿qué hacía que empeoraran los pacientes?, ¿qué estaba pasando realmente?, ¿cuánto iba a durar?, ¿cómo se contagiaba el virus?, incluso el tan recurrente ¿he limpiado bien la consulta?…) me sentía como una autómata corriendo de un lado impulsada por toda la adrenalina del momento, intentando adaptarme a cambios constantes y nuevos protocolos. La situación era tal que se calificaba abiertamente como “medicina de guerra”, una modalidad que jamás hubiese imaginado que hubiera tenido que ejercer en una ciudad grande en estos años.
En una situación de emergencia de tal magnitud no hay espacio para la reflexión. Todo es ahora, y todo es acción. Esta concepción del tiempo sin cortes me hizo perder los sistemas de referencia –las coordenadas vitales- pero me permitió (y creo que a muchos) seguir trabajando, evitando así ahondar en mis propias emociones y sucumbir a la angustia -angustia que unida a una experiencia laboral en ciernes y su falta de rodaje inherente, la responsabilidad añadida, la presión social y las múltiples incertidumbres que a diario nos asaltaban se habría apoderado de mí y de cualquiera-.
Si me pongo a reflexionar sobre estos meses y lo que he vivido como médico residente, se me agolpan muchas imágenes en la cabeza –las caras de los pacientes y sus familiares, los gestos de mis compañeros, los rostros de mis amigos a través de la pantalla del móvil -. Sin embargo, sigo sorprendiéndome de que el recuerdo más vivo que guardo es el del silencio. Un silencio omnipresente, especialmente el que supuraban las salas de espera repletas de pacientes que, en cualquier otro momento, son un barullo atronador.
Jamás en estos años de residencia había sentido tanto silencio, con significantes nuevos, quizá (incertidumbre, miedo, angustia). Ese silencio también se ha apoderado de mí a la hora de poder expresar lo que ha supuesto esta experiencia a nivel profesional, formativo y humano.
No ocultaré que romper esta afonía que hasta ahora sobrellevaba de manera inconsciente como un elemento de autoprotección es un ejercicio incómodo, y que seguramente necesitemos tiempo para poder asumir y aceptar lo que esta pandemia ha supuesto, no sólo a nivel sanitario (con un necesario cambio de paradigma) sino también a nivel social y humano, donde tengo presente más que nunca la red tejida por todos mis compañeros que a muchos de nosotros nos ha sostenido todos estos meses. Más que nunca me he identificado con el famoso mantra de “si puedes curar cura, si no puedes curar alivia, si no puedes aliviar consuela, y si no puedes consolar acompaña…”. En mi opinión y por muy manido que pueda parecer, es un ethos a recordar y perseguir.
Mirando en retrospectiva meses más tarde de saltar a la trinchera, vuelvo a recuperar lentamente mis coordenadas, mis convicciones y mi voz. Me sorprendo de las nuevas dimensiones que he atravesado, las emociones reprimidas que ahora afloran y los canales de energía y apoyo mutuo que nos ha permitido prevalecer. Toca moldear este aprendizaje, crecer, cuidar y madurar. A nosotros, a vosotros, y al sistema.