Opinión – La mascarilla: nueva compañera en tiempos de COVID-19

25 mayo, 2020

Dr. Eduard Riera Gil

En un artículo científico de la revista Nature referido recientemente en Retos Covid-19 destacábamos la importancia de las estrategias de contención de brotes de COVID-19 basadas en intervenciones no farmacéuticas.

Más allá del enorme y extenuante esfuerzo del sector sanitario, nuestra sociedad ha ejercido, generalmente con extraordinaria responsabilidad, el confinamiento y las medidas de protección recomendadas por las autoridades. Sin duda, con el rigor en las medidas de distanciamiento social e higiene, especialmente el lavado de manos, estamos contribuyendo colectivamente a una evolución favorable de la pandemia.

El cambio de los hábitos sociales, la movilidad restringida y la aplicación de los modelos higiénicos recomendados están permitiendo alcanzar un “número reproductivo básico” (R o Rt) óptimamente bajo, ya inferior a la unidad en muchas áreas geográficas del país. Esto supone que el promedio de nuevos casos COVID-19 que ocasiona una persona infectada sea ahora inferior a 1 en muchos de nuestros territorios y ciudades.

A la vez, estamos desestresando a nuestro sistema sanitario que, además, es ahora más experto en la gestión de esta pandemia. A medida que decrece la incidencia acumulada y el número de nuevos casos hospitalizados tenemos más capacidad para disponer y reponer el material óptimo para cada profesional y para cada acto asistencial determinado. Esto redundará, sin duda, en una prestación asistencial más adecuada frente a futuros nuevos casos a la vez que permitirá, paralelamente, la atención de cualquier otra patología no COVID-19 de la que nuestra Sanidad no puede olvidarse.

Pese a ello, nuestro optimismo es comedido. Los daños personales de esta pandemia han sido, y están siendo, muchos e irreparables. Esto exige mantener unas obligaciones institucionales y sociales que eviten que perdamos el control conseguido. Mientras no dispongamos de una vacuna y/o tratamiento óptimo, social y sanitariamente deberemos mantener bajo nuestro número reproductivo básico “R” (por supuesto alcanzarlo en aquellos territorios que aún no lo tienen) y es ahora un momento crítico para, además de una actitud social comprometida, localizar y diagnosticar precozmente a los nuevos casos, a la vez que aislar adecuadamente a sus contactos evitando nuevas propagaciones de la enfermedad.

Hace muchos años que la OMS promueve el lavado de manos como estrategia higiénica social fundamental para evitar la propagación de infecciones. Especialmente tras la pandemia en 2009 de la “gripe A” causada por el influenzavirus A H1N1, los dispensadores de preparados de base alcohólica y los carteles que esquematizan el correcto lavado de manos son compañeros habituales en el entorno de nuestros centros sanitarios.

La Organización no ha sido tan explícita, ni siquiera en la actual pandemia COVID-19, respecto a la recomendación del uso mascarillas. No sin cierto prejuicio, la imagen de personas con rasgos asiáticos protegidas con mascarilla (también en algunos casos con elementos de protección individual extrema en países africanos) había sido, hasta hace muy poco, algo exótico para Europa y los países mediterráneos, que asociábamos a brotes epidémicos lejanos, algunos de extrema gravedad, pero que finalmente se habían conseguido controlar y acotar sin alcanzar un grado pandémico.

Pero en apenas dos meses, pese que mensajes contradictorios han sembrado confusión, la mascarilla se ha incorporado a nuestra cotidianidad.
Sabemos que el virus utiliza medios de transporte para sobrevivir y transmitirse, como las gotitas respiratorias expulsadas hasta un par de metros al hablar, comer, estornudar … o cuando, tras el contacto con las mismas, nos tocamos la boca, la nariz o los ojos. Y también sabemos que estos medios de transporte, con un rango de tamaño entre 5-20 micras, pueden ser fácilmente atrapados por mascarillas regulares, higiénicas, como las que se reparten en los metros o transportes públicos de nuestras ciudades.

Sabemos que no es necesaria en ambientes al aire libre, bien ventilados y con baja densidad de población, pero somos plenamente conscientes que es una barrera física necesaria para proteger nuestras mucosas en situaciones no óptimas de hacinamiento o sin garantías para mantener una distancia suficiente de seguridad interpersonal.

Conocedores en momentos de pico pandémico de su precariedad y necesidad, hemos llegado incluso, de manera altruista, a sentir y a tener la necesidad de fabricarlas y distribuirlas para que universalmente, como colectivo, dispusiésemos de ellas, siendo conscientes que las mascarillas debidamente reguladas y normalizadas debían distribuirse prioritariamente a nuestro personal sanitario.

Y somos conscientes que la correcta colocación y ajuste de la mascarilla facial es determinante para garantizar su cometido. Y sabemos también que portar una mascarilla contribuye a reducir determinadas tendencias (arriesgadas en el ambiente epidémico) como tocamientos involuntarios de cara y mucosas, y que la visualización de otras personas con mascarilla nos recuerda inconsciente y constantemente nuestro compromiso social ante la necesidad de mantener la distancia prudencial.

Por esto la mascarilla forma ahora parte de nosotros mismos.  E inimaginablemente hace escasos meses, hemos llegado a conocer y a diferenciar diferentes tipos de mascarillas. Unas, higiénicas, destinadas a la población sana para protegerse del impacto de las microgotas potencialmente transportadoras de virus. Otras, quirúrgicas, diseñadas especialmente para filtrar el aire exhalado, protegiendo a quienes están alrededor y destinadas a enfermos sintomáticos y a personas asintomáticas pero seropositivas para COVID-19. Y otras mascarillas, incluidas como equipamiento de protección individual (EPI) y de cuyo nombre ya nos estamos familiarizando (mascarillas FFP2 y FPP3), con una eficacia de filtración del 92 % y del 98% respectivamente, que se destinan a situaciones de riesgo alto y muy alto como la de los profesionales sanitarios en contacto, atención y cuidado de personas sintomáticas y con enfermedad establecida.

Nos encontramos actualmente en la denominada “fase de desescalada” y acaba de entrar en vigor la medida del “uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos”.
Hasta que las autoridades sanitarias no indiquen lo contrario, salvo los menores de 6 años, todos deberemos utilizar la mascarilla facial en espacios públicos, cerrados o abiertos, siempre que no se puedan garantizar los 2 metros de distancia de seguridad.

Conocemos las ventajas individuales y colectivas del uso de las mascarillas. Sensatamente, somos también conscientes de la importancia de la distancia social y, ante situaciones de riesgo, sabemos que la mascarilla por si sola es insuficiente y que necesitamos medidas de protección adicionales, nunca olvidando la limpieza, la higiene y la desinfección como elemento primordial en la prevención del contagio.

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