Fernando Peláez
Director Programa de Biotecnología
Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, CNIO
*Dedicado a Sagrario Mochales, pionera de la microbiología en España, Directora de CIBE-MSD, mentora y amiga
Hay muchas razones por las que los españoles nos podemos sentir orgullosos de nuestro país, sin duda, pero hay que reconocer que la innovación científica no se nos da particularmente bien. En el ámbito de la innovación farmacéutica, por ejemplo, lo cierto es que la inmensa mayoría de los medicamentos que se administran no han sido descubiertos ni desarrollados en nuestro país. En este terreno, como en otros, somos principalmente consumidores de tecnologías inventadas, patentadas y desarrolladas en otros países. Pero existen algunas honrosas excepciones, y es bueno conocerlas y ponerlas en valor. Esto aplica en particular a una historia no demasiado conocida, la de un antibiótico denominado fosfomicina, uno de los pocos fármacos en los que la ciencia realizada en España ha tenido un papel más que relevante.
Para apreciar bien esta historia hay que remontarse al final de la Segunda Guerra Mundial, en plena posguerra española. Recordemos que a principios de los años 40 se introduce en la práctica clínica la penicilina, el antibiótico que se convertiría en el primer fármaco de uso generalizado que cambiaría la forma de tratar las enfermedades infecciosas producidas por bacterias, hasta entonces principales causantes de mortalidad de la especie humana. Por supuesto, el descubrimiento y desarrollo de la penicilina tuvieron lugar fuera de nuestras fronteras, concretamente en Reino Unido y Estados Unidos.
Pues bien, en 1948, el gobierno de España aprueba un decreto por el que se declara de interés nacional la producción de penicilinas, y se convoca un concurso para adjudicar dos fábricas para ello. Estamos en la era de la autarquía, y no se permite la instalación de compañías extranjeras en el país, por lo que las empresas nacionales interesadas tienen que ponerse en contacto con los fabricantes de penicilina de fuera de España para adquirir la tecnología necesaria. El gobierno concedió en aquel momento autorización a dos empresas para emprender esta tarea. Así, en 1949 se aprobó una propuesta presentada por el Banco Urquijo, por la que se creaba la Compañía Española de Penicilinas y Antibióticos SA (CEPA), con sede en Madrid (la otra compañía sería Antibióticos SA).
CEPA firmó en ese año un acuerdo con la empresa americana Merck & Co., uno de los fabricantes de penicilina líder a nivel mundial, que serviría para facilitar la construcción de una fábrica de penicilinas en España, concretamente en Aranjuez. CEPA empezó a fabricar penicilinas en 1951, así como otros antibióticos (como la estreptomicina) desde 1955. El principal artífice y responsable de aquel acuerdo con Merck fue un médico, el Dr. Antonio Gallego, que estableció unas excelentes relaciones con algunos directivos de la empresa americana. Como fruto de aquella atmósfera tan positiva, tuvo lugar algo que todavía hoy en día resulta más que sorprendente: la decisión de organizar un grupo de investigación en aquella España en blanco y negro, para trabajar en el descubrimiento de nuevos antibióticos.
Aquel grupo arrancó a trabajar en 1955, en las instalaciones de CEPA en Madrid, con financiación de Merck y en condiciones muy rudimentarias, como es de imaginar. En aquel momento el equipo estaba constituido por tres médicos, un químico, una bióloga, y un conjunto de jóvenes mujeres destinadas a convertirse con el tiempo en eficientes técnicos de laboratorio, transferidas desde otros departamentos de la empresa.
Aquellos ilusionados pioneros empezaron a trabajar aplicando los procedimientos entonces al uso para la búsqueda de nuevos antibióticos, tras recibir la formación necesaria por parte de los científicos de Merck. Desde que se descubriera que el hongo Penicillium chrysogenum podía producir este tipo de compuesto, la penicilina, y se encontrasen otros nuevos antibióticos también producidos por microorganismos, como la estreptomicina, producida por la bacteria Streptomyces griseus, la estrategia se basaba en buscar bacterias u hongos con la capacidad de producir este tipo de sustancias con aplicación médica. Para ello se partía de muestras de origen natural (en aquellos tiempos, predominantemente muestras de suelo), que a menudo recogían ejecutivos de la Merck en sus viajes por el mundo, y se enviaban a Madrid. En los laboratorios de CEPA, estas muestras se usaban para aislar bacterias y hongos, y las cepas así obtenidas se crecían en varias condiciones de cultivo (con distintos nutrientes, tiempos de incubación, etc.) y se comprobaba si al crecer habían producido algún compuesto con actividad antibiótica. En caso positivo, el cultivo se enviaba a los laboratorios de Merck en Rahway, New Jersey, para estudios posteriores, y eventualmente aislar y purificar el potencialmente nuevo antibiótico.
Pronto se comprobó que el sistema así puesto en marcha funcionaba, en el sentido de que era capaz de encontrar antibióticos, si bien los primeros compuestos que se identificaron eran ya conocidos y por tanto no tuvieron más beneficio que el de permitir validar el abordaje experimental, y en los casos de algunas moléculas que sí que eran nuevas, no reunían las condiciones necesarias para poder convertirse en fármacos, por diversas razones.
Pero esto cambió en 1967 (recordemos: los tiempos del desarrollismo, el Seat 600 dominaba las carreteras, los primeros bikinis llegaban a nuestras playas, Raphael nos representaba en Eurovisión con “Hablemos del amor”….). En aquel año, Sebastián Hernández, uno de los médicos miembros del grupo, recogió una muestra de suelo en algún punto en la provincia de Alicante, en la carretera que va de Jávea a Gata de Gorgos, y la llevó al laboratorio. Allí aislaron entre otras, una bacteria (Streptomyces fradiae), que, en ciertas condiciones de cultivo, según observó la microbióloga del equipo, Sagrario Mochales, produjo una pequeña señal en un ensayo que tenían puesto a punto para la detección de antibióticos que actuaran afectando a la integridad de la pared celular de las bacterias, un mecanismo de acción relacionado con el de la penicilina. El cultivo fue enviado a la sede de Merck en EEUU para posteriores análisis. Tras varios meses de trabajo, los investigadores de Merck consiguieron aislar el antibiótico producido por esta bacteria, y al determinar su estructura química concluyeron que se encontraban ante un nuevo compuesto, al que bautizaron como fosfomicina o fosfonomicina. El nombre hacía referencia a la presencia de un átomo de fósforo en la molécula. Tras haber ensayado cientos de miles de colonias de bacterias, aquel grupo español por fin conseguía encontrar un antibiótico nuevo. De la trascendencia científica del descubrimiento da fe el hecho de que el artículo describiendo este hallazgo se publicara en 1969 en la prestigiosa revista Science, incluyendo como co-autores a científicos de Merck y de CEPA.
Aunque el descubrimiento de la fosfomicina causó el consiguiente revuelo y entusiasmo en ambas empresas, lo cierto es que al poco tiempo Merck decidió que no le interesaba abordar el desarrollo del nuevo producto hasta llevarlo al mercado. Las razones fueron varias. Por un lado, había sospechas de que la estructura química del compuesto (un epóxido) pudiera generar problemas de toxicidad; además su absorción por vía oral era problemática y limitaba su uso en algunas aplicaciones; y finalmente, en los ensayos in vitro que se hicieron para caracterizar este nuevo antibiótico, la frecuencia de aparición de bacterias resistentes era más alta de lo que se consideraba deseable.
De esta forma, la decisión quedó en manos de CEPA, y la empresa española decidió emprender por su cuenta todos los trabajos necesarios para llevar aquel nuevo antibiótico hasta su uso clínico. Ello implicaba no solo la realización de ensayos de toxicología, la formulación y el escalado para su fabricación a nivel industrial, sino también todos los ensayos clínicos necesarios para conseguir su aprobación. Este esfuerzo culminó en 1973, cuando CEPA consiguió la aprobación para comercializar la fosfomicina en el mercado español, bajo el nombre de FosfocinaÓ. A partir de entonces, CEPA se hizo cargo de la fabricación del antibiótico desde su fábrica en Aranjuez para su venta en varios países del mundo, además de licenciar el producto en otros mercados, generando considerables beneficios para la empresa. Todavía hoy día, casi 50 años después, la fosfomicina sigue usándose de forma rutinaria en la práctica clínica, en su formulación oral fundamentalmente para el tratamiento de infecciones urinarias (cistitis), bajo distintas marcas y fabricantes (e.g. MonurolÓ). Además, la fosfomicina, en su formulación intravenosa, se puede utilizar también para otros tipos de infecciones, incluyendo neumonías, endocarditis, meningitis y otras, a menudo en combinación con otros antibióticos.
¿Y qué fue del grupo de investigación español que de forma tan decisiva contribuyó al descubrimiento de la fosfomicina? Pues bien, aquel grupo, que sería dirigido sucesivamente por los ya mencionados Sebastián Hernández y Sagrario Mochales, fue finalmente adquirido por la propia multinacional Merck en 1980, rebautizado como “Centro de Investigación Básica de España (CIBE)” y se integró completamente en la estructura de la división de investigación de la empresa (Merck Research Laboratories), en el departamento implicado en el descubrimiento de fármacos a partir de microorganismos. El grupo continuó creciendo y contribuyendo al descubrimiento de varios fármacos más que también llegaron al mercado, y en algún caso de gran trascendencia (antibióticos como cefamicina y la tienamicina, antifúngicos como la caspofungina, anti-lipemiantes como la lovastatina), hasta su disolución en 2008 como resultado de una reorganización de toda la actividad de investigación básica en Merck. Pero esas son otras historias.